Nunca nos habíamos visto, así es que nos pusimos a conversar. En eso llegó Benítez acompañado de una mujer. Bowen se acercó al ídolo para hablar algo con él. No quise ser maleducado y también lo fui a saludar. Benítez nos miraba con desdén. Bowen hacía gala de una verborrea interesante e inesperada. Repentinamente, el ídolo miró a un lado, pidió disculpas y partió. Ambos quedamos impresionados; el ídolo se fue, y dejó marcados sus pies con barro en la alfombra. Comprobé lo que siempre supe.
Y los marcianos ¿cuándo?
Diego Zúñiga
En: La Nave de los Locos, 2, 2000, p. 3.
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